Clos de Tres Cantos
Un sol radiante baña las superficies de piedra de seis edificios con base rectangular y cubiertas inclinadas asimétricas, en torno a una plaza con cuatro sillones recubiertos de concreto. En el centro hay un fogatero hecho de un pedazo de tanque oxidado, que guarda unos trozos de leña. Detrás de uno de los sillones veo la cabeza de un perrito que aprovecha la sombra para descansar.
Es mediodía, he llegado sin cita a Clos de Tres Cantos para hacer la entrevista. La llegada de visitantes aumenta. El anfitrión en el control de acceso se disculpa y menciona que en este momento el personal está en servicio.
─Además una de mis compañeras perdió su cartera y recién salió a buscarla, pero pregunto si hay alguien disponible, mientras pueden esperar en aquella terraza ─dice.
Merodeo y toco las piedras lajas. Observo con detalle las ventanas de botellas de vidrio incrustadas en el concreto. Una chica a paso veloz salió de uno de los edificios, se acercó conmigo. Yo solo alcanzo a ver sus grandes ojos color miel.
─Soy Erika, encargada de sala de degustación ¿qué información necesitas?─ dice. Inmediatamente saco de la mochila mi cuaderno de notas, me acomodo la cámara fotográfica e inicio a grabar audio en mi móvil.
Erika es ensenadense, de ascendencia catalana, ha estado en la industria vitivinícola desde hace más de quince años. Entre algunos de sus estudios está un Master en la Universidad de Barcelona.
Nos ubicamos en uno de los pasillos que deja ver el paisaje hacia los viñedos.
En 2009, María Benítez Cantarero y Joaquín Moya Cusi, los ahora propietarios de Clos de Tres Cantos visitaron por primera vez el Valle de Guadalupe. Conocieron la Escuela de Oficios de El Porvenir, a su propietario el enólogo Hugo D’Acosta e hicieron su propio vino.
─Seguramente esa primera barrica la hicieron para llevar a su mesa, ellos son muy charladores, de la noche bohemia con los amigos, en especial a Joaquín le gusta filosofar ─dice Erika.
María es madrileña, cirujana experta en laparoscopia, fue ejecutiva en el área comercial en Johnson & Johnson. Su esposo, Joaquín, es tapatío, abogado, fue directivo en la Universidad Iberoamericana Campus Santa Fé en el área de ciencias sociales. Vivieron varios años en la ciudad de México y, en 2013, decidieron establecerse en Valle de Guadalupe, convirtiendo el campo en su refugio para el retiro.
Desde una terraza que apunta hacia el oeste, Erika explica:
–Aquí tenemos petite sirah y grenache y en la parte posterior tenemos tempranillo y carignan. No utilizamos fertilizantes, ni pesticidas, por eso puedes ver las flores amarillas entre los surcos: es mostaza silvestre; se deja secar y al momento de arar la tierra llena nuevamente de nitrógeno el suelo, y así cada año de manera cíclica. Las vides sobreviven al calor excesivo, a cambios de temperatura de hasta diez grados entre el día y la noche. Es típico tener tres años de sequía por uno de lluvia. Por eso nuestros vinos son corpulentos y de colores divinos.
Con la guía del arquitecto Alejandro D’Acosta, construyeron su vinícola, enclaustrada entre una muralla de cuatro varietales de uva, con piedra laja traída de los bancos de material del Ejido La Misión, ubicado a cuarenta kilómetros de este lugar. Se utilizó metal de barcos de desecho de los astilleros de Ensenada, madera reciclada de soportes de vigas. A los materiales se les dio una segunda vida.
─Sólo vemos la cabeza de la bestia productora de vino, el setenta por ciento está debajo─ menciona Erika.
Bajamos para visitar el interior de la vinícola, una escalera metálica se convierte en un trozo de piedra labrada que emerge del suelo. La obscuridad domina el interior de ese primer edificio de concreto al natural. Emula muros de duela de madera en horizontal, un lucernario cuadrado desde lo más alto de la cubierta flanqueado por cuatro lámparas suspendidas. Ahora estamos en el nivel subterráneo, caminando con un baño de luz natural.
─Aquí está el área de tanques, vinificación, producto terminado y sala barricas ─dice Erika, mientras yo observaba la fotografía blanco y negro, y de gran formato a su espalda (Joaquín está sentado, con un sombrero sujetando una botella de vino Resiliencia, muestra una dentadura perfecta. Junto a él y de pie, María se apoya en su hombro, dejando ver sus manos, su reloj y un anillo de matrimonio).
Nos acercamos a un pizarrón negro con información del inventario de productos en la sala. Este resultó ser una gran puerta giratoria de madera para acceder al siguiente edificio. Me doy cuenta que tres de los seis edificios están conectados en este nivel.
Este segundo edificio contiene varios tanques de acero inoxidable. Un vitral multicolor de botellas recicladas permite la entrada de luz durante el día, provoca un juego de luces, sombras y reflejos en el interior.
Avanzamos a otra puerta giratoria. Entre las rocas del lugar, se levantaron los muros de concreto para dar cabida al hermético espacio del vino. Hay una hilera de barricas de roble francés al centro de la sala, cinco pinturas al óleo cuelgan en los muros, parecieran del Siglo XVI o XVII. Al fondo, del lado izquierdo, un retablo de la virgen de Guadalupe. En el lado derecho, una ventana que permite la entrada de luz ámbar indirecta, es corrediza y al abrirse completamente permite los baños de luz de luna. En torno a estos dos elementos, desde lo más alto de la cubierta inclinada y asimétrica, hay cuatro varillas de acero suspendidas que sujetan una viga de madera sólida.
Después de sentarme un rato a dibujar en la barra de la plaza central, de beber una copa de grenache y de que al salir me despidieran dos caninos, doy vuelta atrás para dar el último vistazo al conjunto. Veo como las edificaciones que en un inicio parecían pirámides truncadas, ahora se mimetizan con el paisaje circundante.
Crónica por: Cynthia Castillo. Alumna del 3er taller de escritura de relatos.