Respetar al vino
Desde la entrada se puede apreciar toda la propiedad: las hileras de vides, algunos árboles colmados de naranjas, un durazno cubierto de flores rosadas, al frente, la bodega. Y, a un lado, la casa donde habita la familia Pavia: Edgar, su esposa, Lorena y sus hijos, Alejandra y Carlo. Los Pavia elaboran vino desde hace más de trece años mediante un proceso casi artesanal que busca la menor intervención posible.
Nos recibe Edgar Pavia quien sale de su casa acompañado por las guardianas de la vinícola, Frida y Bohemia, dos hermosas y longevas perritas que caminan a su lado cuidando sus pasos; ellas también están acostumbradas a los visitantes pues no tienen problema en dejarse acariciar. Es temprano, hemos llegado de improviso y aunque aún no han abierto Edgar nos recibe con hospitalidad.
—Bienvenidos, pasen, disculpen que no podré quedarme con ustedes pero debo atender un compromiso.
—¿Trabaja en CICESE? —pregunto al ver el logotipo en color azul bordado sobre su cubrebocas negro.
—Sí, ese es mi trabajo entre semana, pero hoy es día de vinos —responde al momento que se cambia el cubrebocas por otro sin un logo.
Nos guía a la terraza de degustaciones. Mientras subo por la escalera de hierro negro en forma de caracol me pregunto qué tan sencillo será bajar después de beber unas copas de vino. Un barandal exterior cubre toda la escalera.
—Encerrar la escalera fue idea del arquitecto —nos comenta—, es por seguridad y hasta ahora no ha habido ningún accidente.
Estamos sobre el centro de producción de vinos Pavia, debajo de nosotros se encuentran los tres tanques de acero inoxidable donde se elabora el vino. Nos presenta a su hijo, Carlo, que será el encargado de atendernos. Mientras Carlo descorcha una botella de Cabernet Sauvignon 2017, su padre nos cuenta que antes de iniciar la vinícola buscó asesoría con su vecino, Amado Garza, quien también se dedica al vino y tiene conocimientos de arquitectura y que Alejandro Candela, el arquitecto encargado del proyecto, después de revisar los planos los aceptó de inmediato.
Mira su reloj y recuerda que debe irse. Carlo nos reparte las copas de cabernet. Apenas pasan de las 11 de la mañana, por un momento dudo en beber el vino pero he desayunado bien. Nos platica sobre el proceso del vino desde que inició la vinícola en 2008 y cómo ha evolucionado con el paso del tiempo a medida que la producción aumenta. Es alto, delgado y muy joven; ha crecido entre vinos y, al igual que el resto de la familia, desempeña un importante rol en el negocio familiar.
—Queremos que la uva se exprese, que el año se exprese —menciona Carlo—. A través de los años hemos ido experimentando hasta llegar a un balance donde no se pierdan nuestros principios y tener un producto que le agrade al cliente. A nosotros nos gusta dejar ser al vino, respetar al vino.
Al terminar nuestras copas descendemos hasta la cava subterránea, hecha de piedra. La luz es débil, las barricas de roble colocadas en filas de manera horizontal cubren casi todo el piso de grava. Carlo nos explica sobre los cuidados del vino y en cómo la temperatura, la luz e incluso otros factores como el movimiento o el ruido podrían afectar su conservación.
Al salir de la cava, una de las perritas, Bohemia, corre hacia nosotros sosteniendo un trozo de pan en el hocico. Me sorprende que nuevamente se deja acariciar sin preocuparse porque alguien intente arrebatárselo. Nos despedimos para visitar otro viñedo donde no habrá familia ni perritos dándonos la bienvenida y donde la persona encargada de la recepción, después de comentarle que no tenemos reservación, nos guiará hacia la mesa más alejada prometiendo traer un menú que nunca llegará. No siempre se puede tener exclusividad; extrañaremos a Bohemia.
Crónica por: Isabel Gutierrez. Alumna del 3er taller de escritura de relatos.